sábado, mayo 28, 2005

Las Diez Mil

-Buenos días. Ha sucedido algo muy importante y grave. Esta noche miles de hombres han sido muertos por sus mujeres en la cama, mientras dormían. Por lo que se sabe a esta hora –diez de la mañana- los asesinatos se cometieron de igual modo y a la misma hora. Entre las 4 y las 5 de la madrugada sus cuellos fueron cercenados por filosos cortes de cuchillo.
Fue, evidentemente, el producto de un plan, un enorme y bien organizado plan, ejecutado por miles de mujeres confabuladas.
No hay capacidad policial y judicial para detener, interrogar y acusar a estas mujeres. A esta hora miles de homicidas siguen libres esperando tranquilamente que alguna autoridad vaya por ellas.
Pero ¿Qué autoridad? Todos los ministros, secretarios, directores, todos los jueces y secretarios de juzgado, los legisladores, los jefes, oficiales y suboficiales del ejército, de la policía y demás fuerzas, todos los gobernadores provinciales, los intendentes y concejales, todos los sindicalistas, los empresarios y directivos de corporaciones privadas, los embajadores, los periodistas, los locutores, los economistas, sociólogos, los rabinos y pastores evangélicos, todos están muertos. Los únicos que por razones confesionales siguen vivos son los sacerdotes católicos. El celibato los ha salvado de la conspiración femenina.
A esta lista deben agregarse los artistas, escritores e intelectuales, profesores universitarios, investigadores y los académicos.
No quedan varones con algún poder. El pais ha dejado de funcionar.

Yo misma, mujer del director de Radio Metro me tuve que hacer cargo de este noticiero. Confieso, desde aquí la verdad del crimen que cometí, junto con diez mil compañeras más. Pero en mi descargo debo decir que las cosas en este país comenzarán a funcionar bien a partir de ahora. Las Diez Mil nos haremos cargo del pais sin la prepotencia, agresividad e ineficacia que mostraron los varones en estas décadas. Deséennos suerte.


20-05-05

domingo, mayo 22, 2005

Vi luz y entré

—Vi luz y entré. Perdón si interrumpo
Ladraron los perros, nerviosos.
—No, tranquilo. ¿Que tal, cómo anda?
—Bien, acá ando... un poco jodido del reuma ¿vió?
Y mientras lo decía, las manos aun en el bolsillo, acarició el arma, una vieja 22.
—¿Quiere acompañarnos con el mate?
—Gracias, gracias.
—¿Lo trajo?
—Sí, como no ...
—¿Cuanto?
—Peresé, Don Carlos. No estoy muy seguro todavía
— Mire, Romualdo, ya esperé bastante a que se decida
—Es que no é fácil terminar con eso
—Lo sé, pero a mi no me dan más tiempo: ahora o nunca, ¿está?
—Si, está. Pero mire, el otro día, mi cuñado me lo pidió.
—Y para que lo quiere ese inútil
—Bueno, Don, no me lo insulte así, tampoco, que mi hermana , pobre, lo quiere mucho, y es el padre de mis sobrinos.
—No me haga llorar. Y vamos apurando, ¿eh?
—No, mire, no me ponga en esta posición, de tener que elegir, o esto o aquello..
—Yo no lo pongo en ninguna posición; usted mismo, alma en pena, cabeza gacha, modales respetuosos de hombre servicial, es el que se pone ahí. Yo voy a lo mio: si no le interesa, usted a lo suyo y santas pascuas, aquí no ha pasado nada.
—Pero pasó algo, ¿o no?
—Qué quiere que le diga. Claro que pasó. Y hay que arreglarlo.
—Carajo que difícil que me lo pone.

Volvió a acariciar el arma , bajando lentamente la mano por el ancho bolsillo.
—Bueno, ya que no quiere que lo apure...
La mujer, al fin, habló.
—Romualdo, usted es buena gente —dijo.
Para qué. Las manos le empezaron a temblar mientras tomaban posesión de la culata del arma, y su largo índice se filtraba despacio entre el gatillo y el aro.
—Sé que no nos va a fallar.
—Dos mil, entonces.
—Dáselos Carlos.
—Tas loca, María.
A disgusto Don Carlos se levantó, caminó lento hasta una vieja cómoda. Abrió el chirriante cajón, hurgó entre unas ropas - había ruido de papeles, cartas o documentos -y al fin, lo cerró.
—Tómelos y hasta nunca.

Entonces, sí, Romualdo sacó lento el arma. Apuntó, primero a la mujer, que ya cerraba los ojos. Despues, se escucharon dos secas detonaciones en la noche de El Tropezón, Partido de Tres de Febrero, Oeste del Gran Buenos Aires, Argentina, Sudamérica, Sur del Mundo, Planeta tercero contando desde el Sol, estrella mediana, de un extremo de uno de los brazos exteriores de la Via Láctea, Del Grupo Local de Andrómeda, ubicado en la quinta Gran Cuerda de las Doce Dimensiones Universales, tan cerca de Dios como lejos de todo. Algo se detuvo a llorar en esa inmensidad: quizas durante un trillonésimo de segundo, el Todo despidió a esa gente condenada por la pobreza que apeló a ese recurso para cobrar un seguro de vida a favor de la hija, pero se recompuso y siguó alentando la esperanza de que hay futuro, de que Dios está cerca nuestro, nos cuida desde aquella nube en la que se oculta, cantándonos suaves canciones en arameo, latín y español. Pero, “qué solos se quedan los muertos”. Y sus matadores.


17-Abr-04

domingo, mayo 15, 2005

La invención de Piteca (una teoría de la evolución)

Al principio los monos del grupo de Piteca, y ella misma, se peleaban a toda hora. Las hembras tenían muy pocos hijos- uno cada cinco años-, nadie se preocupaba por darle de comer a la madre mientras criaba al niño -sobre todo en los peligrosos meses iniciales- y la pobre se las tenía que arreglar sola. Por eso las mamás cargaban todo el día a la cría, mientras buscaban qué comer. Para eso le servían los largos pelos, en los que el bebé se enrroscaba, aferrado a la mamá desesperadamente. Es que subían a los arboles y desde ahí, una caída es el fin.
El problema era que con tan pocos hijos, el grupo casi no crecía: eran demasiado pocos, rodeados de enemigos más tontos que ellos, pero más numerosos. La muerte de un niño era una tragedia que ponía en riesgo la existencia misma de la especie.
Otro problema que tenían es que cuando una hembra se ponía en celo- o sea estaba lista para recibir a un macho y así quedar embarazada- las peleas entre los machos eran terribles. Todos querían ser el primero en acercarse a la hembra en celo. Y así no hay grupo que aguante.
Una solución que algunos grupos adoptaban era que todas las hembras fueran de un único macho, El Macho Dominante. Papito. El tipo normalmente era el más grande, el más alto, el más fuerte, el más fiero. En algún momento de su vida había desafiado al Macho Dominante anterior y lo había vencido. Ahora era él quien disfrutaba, con todas las hembras a su disposición. El problema es que los que se quedaban fuera del harén se volvían locos, lo provocaban, lo buscaban, hasta que el tipo abandonaba por cansancio, permanentemente retado a duelo por los más jóvenes y agresivos. Tiranía y resistencia a la opresión
Otros grupos no tenían macho dominante: eran todos contra todos, a lo que salga. Anarquía total.
En suma, los machos se entretenían peleando, y nadie atendía a las hembras, ni les buscaba comida, el grupo no crecía, los alimentos empezaban a escasear, los rondaban tigres y leones; las cosas se ponían cada vez peor.

Una noche, Piteca tuvo un sueño: unas imágenes que se le empezaron a conformar en su cabeza, como una visión del futuro. Ella, de pie -no como ahora, arrastrando los nudillos, mal caminando en cuatro patas-. De pie, caminando en sus dos patas traseras, cargando a su bebé con un brazo, mientras que con el otro se dedicaba a recoger frutos, tallos, raíces jugosas, hojas frescas.
Despertó con un deseo único, fuerte, dominante: tenía que lograr ponerse de pie, caminar en dos patas, erguida, vertical, dominando el horizonte, mirando a los machos desde el poder de la maternidad, eligiendo al más amable: uno que se dedicara a traerle comida - pequeñas ardillas, insectos húmedos, crocantes. Así podría alimentarse mejor, producir leche más nutritiva, fortalecer al bebé desde el primer día.
Pero para eso tenía que lograr tener un hombre a su entera disposición, dedicado a ella. No buscando desesperado donde depositar su esperma, siempre listo ante cualquier hembra en celo. No señor. Para eso había que inventar algo inaudito: lograr estar SIEMPRE en celo a fin de retener a SU hombre.

Un millón de años le costó a Piteca lograr el objetivo: tuvo que aprender a caminar en dos patas; desarrollar los senos y otros atributos de reclamo sexual para su pareja; parir y criar a un chico cada dos años; mejorar la alimentación; aumentar la masa corporal y el tamaño del cerebro, (eso aumenta el tamaño de la cabeza de los fetos, lo cual acelera el nacimiento -porque si no, no pasa-, lo cual obliga a parir criaturas cada vez menos completas, más débiles, lo cual obliga a mayores cuidados maternos, lo cual..) aprender técnicas de recolección y caza cada vez más elaboradas; producir herramientas, ropas y utensilios; elaborar normas grupales de educación, trabajo, crianza, defensa, herencia, etc.; establecer rituales de identificación grupal; mejorar la comunicación oral; expresar sentimientos a través del arte; comenzar a creer en fuerzas poderosas- dioses y demonios-; enterrar a los muertos; temer a la muerte; tener angustia. Ser humano.

Ahora los machos no se pelean por las hembras, cada pareja conforma familias duraderas, las hembras comparten tareas y se ayudan, los machos salen a cazar. Está todo bien.
Lástima que cada tanto un joven entrometido intenta seducir a la esposa de un macho adulto, o roba una joya para regalar a su novia, o discute una decisión de los ancianos. Es apresado y, a veces, asesinado a golpes. Su cuerpo se pudre a la vista de todos, sus hermanos juran venganza, secuestran y asesinan al macho ofendido, o a la hembra que denunció al joven; o sucede que un padre expulsa a su hijo del hogar, o una madre seduce a alguien inconveniente, o tribus ajenas los atacan una noche para robarles las provisiones, o un jefe abusa de su poder.
Se inventa la Historia y los que la narran: los homeros, cervantes y balzacs de cada siglo, los que relatan los Hechos de los Heroes, los mitos, las pequeñas y grandes gestas que pueblan las noches y nos asombran desde siempre.
Todo porque a Piteca se le ocurrió una extraña idea, allá lejos y hace tiempo.

© 1/12/2003

lunes, mayo 09, 2005

Historia policial

Ayer hice algo extraño. Robé una billetera.
La saqué de un bolso, en la sala de espera de la estación. Asomaba negra, brillante, una linda pieza de marroquinería, con las puntas de algunos billetes visibles y la promesa de dinero al alcance de mi mano. Y lo hice. Miré, antes, alrededor del asiento. Nadie. Ni un alma. La oportunidad hace al ladrón, me dije mientras me levantaba y, distraídamente, manoteaba la billetera.
Salí del salón sintiendo dos ojos clavados en mi nuca, pero, miré nuevamente y nadie...Solo allí, lejos, muy lejos, una pareja dormitando en un asiento.
Tomé un taxi. ¿El hombre habrá sospechado algo? No sé, pero me miraba interrogándome. Dudé. Temblaba mi voz, cuando le indiqué mi dirección.Quería llegar a un lugar tranquilo, sentarme, abrir la billetera, sacar los billetes y contarlos uno a uno, disfrutar, si era posible, de mi primer hurto.
Al fin, llegué a casa y, casi corriendo, entré al comedor y me senté ante la mesa. Los dispuse todos en fila: veinte billetes de a cien, dos mil pesos relucientes, aún con olor a tinta. Papel firme, brillante, crujiente. Un gusto.
Sentí, de pronto el aguijón de la culpa entrándome bien adentro. Casi un dolor en el corazón. Tomé los billetes, los volví a poner en la billetera y, sin dudarlo, fui a devolverla a una comisaría.

No me gustan las comisarías. Me hacen recodar cosas que viví de estudiante: un calabozo oliendo a orina, miradas amenazantes. Ahora, dicen, las cosas cambiaron, así que me animé y fui a la de mi barrio. El policía de la entrada me sonrió y me dijo amable que siga por el pasillo y que entre a la Guardia.
En la Guardia había dos policías tomando declaración a unas personas, así que me senté. Largo rato de espera. Me adormecía y ahí mismo me di cuenta que estaba haciendo una macana grande como una casa. Cuando ya me retiraba un vozarrón de sargento enojado me detuvo
—Adonde va, ciudadano! —Era evidente el tono irónico con que marcó la palabra “ciudadano”.
—No , es que me olvidé un documento...
—Pero cuál es su problema, señor–dijo mientras su carnoso cuerpo se desplazaba, obstruyéndome el camino hacia la salida.
— No , nada, una denuncia de robo. Me desapareció la billetera
—Ajá...
—Y iba a casa a buscar mi documento de identidad...
—Pero en su billetera ¿no estaban los documentos?
—No...— dudé. Sabía que el gordo sargento había encontrado la diversión del día
—No entiendo. ¿Y para que vino a hacer a denuncia si no perdió los documentos?
—Ya le dije perdí la billetera. Y la plata
—Cuanta plata llevaba: cuarenta, cincuenta pesos? Acaso cien?
—No recuerdo exactamente
—Pero no era una fortuna
—No, claro que no.
—Y por unos pocos pesos vino acá, a aguantarme a mí, perder el tiempo en vez de estar en casa tranquilo. No me cierra, don ...
—Gerardo Gutiérrez, Malabia dos tres uno siete, septimo a
—Y quien le pidió su dirección, Don Gutiérrez? Mire me va a tener que explicar algunas cosas, si no lo toma a mal. Tengo sospechas de que hay algo más.

Fueron dos horas. Recorrí mi vida desde los años duros del setenta hasta la gloria del nuevo milenio. Todo le conté al gordo sargento.
Me tiraba de la lengua. Por ejemplo.
-–Y que me dice del 76, donde estaba, militando en alguna orga?
–No, qué dice... estaba todavía en el secundario
–Pero si usted nació en el cincuenta y seis, ¿no? Como puede ser que en el 76, a los veinte años, estuviera en el secundario...?
Yo me hundía, aterrado.
—Sabe qué, don, no sé por qué pero no le creo nada. Va a tener que permanecer detenido en averiguación. Oficial Mayor- llamó- acá tengo un dos-uno-dos.
—Me lo retiene en cuatro- uno-cinco , Fernández y me prepara un café bien cargado, entendió?- sonaba chillona, aguda la voz del Oficial Mayor en el intercomunicador, una reliquia de los setenta: enorme botonera, cables gruesos, todo color cremita sucio. Empezaba a deprimirme, Hacía rato que me odiaba por haberme metido solo en la trampa.
—Bien, necesito que deje todas sus cosas en esta caja: plata, llaves, etcetera. Se lo devolvemos en cuanto termine la cosa.
— ...tengo que hacer una llamada para avisar.
—Después la hace, ahora me deja sus cosas acá, ¿está?. Y me sigue a las dependencias interiores
—No— me animé.
—¿Cómo?
—No, que necesito ahora avisar a un abogado
—¿Usted ve mucho cine? ¿Cómo se le ocurre que un dos uno dos en situación cuatro uno cinco puede hacer llamadas? Después, sí, no hay problemas.
Deposité lo que llevaba: llaves, un celular, mi billetera, un pañuelo limpio, un peine de bolsillo, una carta de mi vieja, la billetera robada, la factura de teléfono, monedas.
–Aja, mmm.... si. Un momento: ¿dos billeteras? ¿Y viene a denunciar la perdida de otra? ¿Cuantas usa, señor? –Me miraba, con esos ojos sucios y rojos, cansados, aburridos de la vida, con bronca hacia los tipos normales como yo, con trabajos previsibles, horarios definidos, mujeres, hijos y amigos convenientes. “Y yo que culpa tengo de tu vida”, pensé inútilmente.
Abrió la billetera, y contó los billetes. Mi fin era inminente.
- Epa! Dos mil pesos. ¿Por qué anda con tanta plata encima? No entiendo nada. Oficial Mayor, acá Ferraris, otra vez. No, mire, esto ya es un TRES uno dos, jefe.–Me miró como espantado y me lo dijo clarito:
–Se terminó la joda, ciudadano. Va a conocer nuestras cómodas instalaciones. Soy un policía a la antigua, ¿entendés?, de esos que añoran el viejo Proceso de reorganización y tengo ganas, hoy, de volver a gozar de aquellos tiempos.
Tocó varios timbres y al rato apareció una mujer policía, seguida por una especie de robot, alguien muy alto, vestido de fajina, que miró desde sus ojitos achinados y sonrió, pícaro.
- Así que a éste cuatro-tres-uno?
– No, preferiria un ocho dos, pero vos sabes que al jefe no le gusta el ruido, todo en vos baja, música tranquila
– Ja..tipo boliche de levante...
– Che que va a pensar la Cabo Fernández. A ver cuando acepta mi invitación, Susy.
– Cuando mi novio me lo permita. Mi novio, el Oficial Mayor.
– Era broma. Hablando de eso, me pidió un café bien cargado, Cabo. Susy, divina.
– Basta, hasta ahí eh? Bueno y donde se lo llevo
– A la ORCA: Oficina de Registración de Confesiones Argentinas, vulgo: la carbonera. Ahí vamos a estar muy ocupados con este señor, un rato largo.
Sentí como el ano, el culo para más claridad, se me abría, dejando escapar todo el hedor de mi miedo. “Esto no es verdad” me repetía, mientras sentía trozos mínimos de mí resbalando por la entrepierna.
-Mmm ¿quién se cagó? No me diga, señor, que usted se nos ha cagado de miedo ja ja!! –dijo alguien mientras yo me disipaba en la nada.

***

-¡Señor! ¡Señor! ¡Despierte! –unos gritos me taladraban el sueño. Abrí los ojos, en la Oficina de Guardia, sentado en el banco de espera. Una mujer policía, parecida a la Cabo Susy Fernández, me despertaba.
–Je, se quedó dormido, su turno. ¿Viene por alguna denuncia?
–¡No!, ¡No!, ¡De ninguna manera, nada! No, solo por un certificado de domicilio ¿puede ser?
-Cómo no,–dijo amable.
–Adelante, adelante, ciudadano... – me invitó al escritorio un sargento gordo, carnoso.
No conviene robar billeteras.